Capítulo 34

Los días anteriores al fuego habían transcurrido como una fuga de tardos gritos de ahogado. Había horas en los días en las que las nubes se ponían entre el sol y la roja polvareda, y los remolinos se calmaban, y los trinos de pájaro se silenciaban, confiriéndoles a las siestas un halo de difícil precisión; aquéllas salían arrastrando sus chancletas, con sus sombrillas sedientas, estremecidas, que no las protegerían del polvo ni del calor, ni de la pena a la hora del rosario, la hora del Señor.

En el espejo del baño, con un ojo o con el otro, Gabriel era el mismo, pero era otro. Cansado de mirarse fumar, cansado de rebullirse hedónicamente en su reflejo difuminado, deshizo perezosamente la colilla, se enjuagó la boca y se frotó los dientes con el índice; una tarde de escrutinio hasta el hartazgo en el espejo, pero se le escondía el quién sabe qué y no se encontraba. Estiró la cadena y cerró la puerta. El señor de viento estaba inquieto y hacía su música de tintines, chocando una caracola contra la otra, un corazón de árbol petrificado contra una llave antigua; para Gabriel no era posible determinar por qué caminos ese sonido le hacía descubrir la analogía entre algunas tensiones que, de pronto, se desdoblaron ante él como fantasmas. Muy cierto, cuando pretendía razonar ciertas cuestiones, empezaba por destejer con soltura, pero se iba enmarañando de tal forma que terminaba zarandeado, incapaz de librarse del enredo hasta acabar molido y descuajeringado; entonces era incontenible y los desatinos en que incurría no solían ser inofensivos.

Una redecilla que le comprimía el pecho; sus brazos pegados al cuerpo y las manos agitadas y crispadas a las dos de la tarde que es cuando los nenes bien están en sus casas, los pilluelos en la calle levantando polvareda bajo el sol y las viejas aún sesteando. Encendió el estéreo; ahora era esta música, o el calor –le hervía la sangre-, porque los tímpanos estaban entumecidos; sin razones que explicaran o justificaran, Gabriel era una bomba reloj.

Acaso la abstinencia, las abstinencias… Salió. Se fue a azuzar a las palomas y murciélagos de la plaza, a sentarse y cavilar; era ahí con sus silbos y repiqueteos en la cajita de fósforos. El día del fuego, primero Miguel, después Nelson y César se sumaron con sus chiflidos de taguato y de ynambu-tataupa.

-Si por lo menos había otra cosa para hacer –pensó Gabriel en voz alta.

-Si por lo menos había otra cosa…

Ahora eran ellos los de cabeza de pescado; cabezas confundidas, azoradas. Las cuatro manos levantaban cigarrillos, echaban humo y ceniza. La tarde era una mandarina descascarada tiñendo con sus aceites tornasolados el agua servida, vena abierta de la calle. Un tedio. Allá iba la procesión de sombrillas hacia la que había sido la casa de María, su casa, su pido, su tambo. No había otra cosa.

Esa mañana, la canción de Miguel había aleteado como golondrina atolondrada por cada una de las habitaciones de su casa, y él estaba satisfecho. Pero ahora, ahora la siesta le asfixiaba y su cara, como las caras de sus amigos, estaba congestionada. No había cómo cantar, no habría redención.

Cada cual se aburrió a su tiempo, y se fueron yendo. Pero Gabriel, él se quedó, solo, con sus cavilaciones, lo mismo con un ojo o con el otro pero otra cosa.

Un ojo abierto de un tajo y la sospecha de que cada mitad advierte ilusiones disímiles: Polvareda que se mueve junto a tres muchachos indolentes, como tunas, como niños desfallecientes que se evaporan, vaciándose lentamente de sí mismos hasta quedar hechos un remolino difuso; y un fantasma: la incongruente sombra de un anciano rubio, los visos del sol en su arcabuz arcaico.

Gabriel cerró un ojo, cerró el otro, volvió a abrirlos. Era el hombre del arcabuz, el anciano que los había expulsado del arroyo, ¿o estaba alucinando? El fantasma siguió caminando, casi flotando, cansinamente; dobló una esquina y se perdió. Gabriel salió disparado tras él, varias cuadras abajo, incontenible. Ofuscado por lo que parecía una injuria, creyó justo un desagravio. Cruzó la ciénaga, chapoteando en el barro. Ya entrado a los sojales repartió pataleos por doquier, arrancando las plantas con sus raíces secas. Sacó la cajetilla de fósforos y empezó a encender las ramas rebosantes de vainas. Uno, dos, siete, tantos disparos. No alcanzó a ver de dónde provenían los furibundos pitidos. Pero aquél era ahí, con sus tacones altos, con su sobrero gris, con su pelo rubio y sus rasgados ojos azules.

El disparo fue certero, directo a la cien. Pero el estrago estaba hecho y el fuego se propagaba. El hombre del arcabuz parecía otro racimo seco, llorando, inconsolable; imposible precisar si sus lágrimas eran de culpa, de desconsuelo, o eran las lágrimas de un liberto. El fuego estaba vivo, y el humo; un humo negro que se hermanaría a las nubes negras, cargadas de una lluvia demasiado demorada.

FIN

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