Capítulo 27

―Hoy te voy a llevar al depósito donde está el nicho de Antonio. ¿Te animás?

El olor a siesta se metía por las hendiduras de las tablas del viejo depósito cuya frescura interior contrastaba con la sofocante aridez de afuera; insuflándose de la palidez que el sol le confiere a las cosas polvorientas en los veranos impertérritos de estos lados.

El depósito había estado ahí desde siempre, había servido para guardar las herramientas de los aserradores pioneros, pero ellos no estaban seguros de ello; en alguna ocasión le confirieron alguna función tenebrosa –como el matadero de algún duende extraño; la morada de las ánimas de los luisones asesinados―. Y en uno de los casos que contaron cuando se habían quedado a dar sus primeros sorbos de tereré hasta muy entrada la noche, apareció la destartalada y solitaria habitación como escenario de los más atroces sucesos.

Ahora las funciones del depósito se habían vuelto elásticas, maleables, superado el miedo primero de ingresar en él; vuelto arcilla dócil para sus dedos adolescentes; dedos cálidos y húmedos de sudor unos: palpadores; dedos cómplices los otros, en busca de alguna señal complaciente; vacilantes, por si algún dedo desabrido la denegara.

―¿Vos te animás…?

Tardó más tiempo en definir las primeras pulsiones que en darles curso, gracias al apuro de pulsiones símiles con las que se había cruzado. Una mano que se resbala bajo la camiseta y se derrama cálida sobre una piel que se contrae con el toque y que se llena de pequeños volcanes, de minúsculas pelusas erizadas. Y esa expresión suspensa, esa casi sonrisa que parece cómplice, les devolvió su carácter de compinches.

A pesar de ello, hubo refrenamiento, repliegue, retroceso… Porque los chistes no se ponían en las bocas ajenas por casualidad. Y qué terror ser chiste en bocas ajenas, ser masticados y gustados y escupidos puercamente. El chisme.

Pero hoy hacía calor, y no había otra cosa que hacer. La mano se movió y rozó reticentemente la otra; aguardó núbil un apretón, una caricia, o un arañazo, quién sabe…

―¿Y vos…?

El apretón era pleno, plena la lluvia que mojaba su espalda de sudor, pleno el sol afuera, plena la aridez de ese campo que tenía fin allá lejos donde los primeros arbolitos cubriendo las primeras casitas…, donde hormiguitas se movían en dos piernas con cabellos, con ropas de colores, sin ojos identificables; sin ojos en la soledad dual.

―Y si vos te animás… ¿Te animás?

―Si vos te animás, yo me animo…

―Yo me animo, ¿y vos?

―Yo me animo también.

Un paso, otro más, cuántos, hasta ver adónde llega la indagadora caminata. Y los pies convergieron, y las miradas por un breve instante y los alientos…

―No… Yo primero…

Una sangre se escurría silenciosamente bajo sus pies; manaba de sus oídos, de sus ojos; se escurría el sudor y el miedo les erizaba la espina. El Luisón gruñía, los olfateaba.

El deseo dibujado por esos dedos sobre la piel, sobre su piel dibujada de huellas dactilares, sobre la piel conjunta que estaba tan próxima... Para qué el repliegue si las caricias estaban cercanas, para qué. Y las huellas dactilares, y las huellas salivares, y las huellas sudoríparas, y las huellas de las huellas borroneadas y vueltas a imprimir.

Una mano trató de despegarse con un empujón inútil de la mano que le apagaba los gemidos. Y se quedó allí, inmóvil. Por un instante sintió que el cuerpo entero se le iba en ese ir y venir insistente. Alguien le despojaba de la ropa de su piel para vestirse entero con ella.

Qué importaba que mientras el otro apretara fuertemente los ojos también le apretara fuertemente la mano contra el suelo terroso, torciéndole los dedos, tejiéndolos en un intrincado hilván con los suyos.

―No le vas a contar a nadie, ¿verdad?

Tras unos segundos de conjunto silencio, uno convulsivo, el otro nervioso, sintió que un aire tibio y brumoso le atropellaba la cara. Una última insistencia, una más, y fin.

Vio cómo se levantaba, se vestía los pantaloncitos y se secaba el sudor con la remera. Vio cómo empujó la destartalada puerta y ya se iba cuando… Cuando el Luisón gruñente dejaba escapar sus hipos de risa. Le dolían los dedos, se le morían los dedos.

Se quedó solo, sentado en la tierra, hasta que el sol se ocultó. La luna estaba esplendente en el cielo añil. Él estaba confundido, y temblaba de miedo. Quiso ponerse de pie para marcharse, pero cayó de cuatro irremediablemente. Se arrastró sobre sus codos y aulló.

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