Capítulo 12

Esa aguja luminosa al ras del horizonte, ensanchándose. Ko’ẽju.[1] Amanece. Arrastrás los championes gastadísimos, vestidos como pantuflas. Ese frío mugriento te empapa la piel y los cabellos. Tus pulmones chillan entrecortadamente. Vos caminás sin separar demasiado las piernas –a veces un pie se te mete delante del otro, y para evitar un tropezón, y el polvo lijándote la cara, y las piedritas cortándote la frente, los separás rápidamente, con torpeza-. El cuerpo no te responde como habrías deseado y, cuando tratás de equilibrarte, acabás doblando una rodilla hasta tocar el suelo, o te movés sin control hacia un costado hasta topar con un quinchado o una muralla.

Cuidás siempre de no lastimar a la cachorra que llevás en brazos. Cerrás los ojos y la boca seca se te humedece, casi volás, escuchando sus respiraciones, sintiendo sus temblores sobre tu pecho. Y avanzás varios metros, así, circunstancialmente ciego. Nada te importuna.

Semidesnudo, con la remera a modo de tapabocas anudada a la nuca para no respirar el aire denso y polvoriento. Tu remera se ha teñido de polvo, y todo vos sos polvareda ambulante, muchacho.

Te esperan en el portón. Te agarrás del portón para no caer y vestís a la cachorra con la remera. De tu galimatías impreciso lo único comprensible es que la perra es la única que te quiere.

¿Es el polvo el que te enmudece progresivamente? Cuánto has pasado con la expresión contemplativa, limitándote a sonreír o a hacer muecas de repugnancia. Demasiada injuria debería ser para que escupieras alguna maldición; siempre volvés a tus recogimientos, a tus contemplaciones.

Demasiado polvo para mirar allende.

Cuando ña Ana abrió la puerta de la pieza de Gabriel se vio abrazada por las pestilencias en las que resultaban la mierda de perro, y los pies y la boca de su hijo. Se tapó la boca y la nariz con una mano mientras que con la otra se abría paso hasta la cama cerrando cajones y puertas, apartando el ventilador de su lado y pateando zapatos y ropa sucia. Gabriel dijo que la odiaba, y ña Ana creía que ese odio era razonable. Cerró la puerta, y se fue a llorar en el baño, con toda el agua derramándose.

Las lamidas de la perra te despertaron, Gabriel. La acariciás. Cómo le querés. Contemplás, conmovido por quién sabe qué, sus ojos negros y tristes. Con ella has de compartir noche, cama y frazada; plato de comida, saliva. Tu mamá le cela a la perra, querés más al animal que a la vieja.

Ndaipotái pejagua kotýpe![2] –gritaba ña Ana. Pero Gabriel no hacía caso a sus reclamos, y se encerraba en la pieza con su perra.

Besos de lengua, babosos, mojados, salivales. Para vos vaso aparte,[3] ch’amigo. Ajépa nde puérko, nde.[4] La perra también aprendió a tomar cerveza. La perra también aprendió que para Gabriel era humana, y saltaban, ladraban, estornudaban y tomaban cerveza, moviendo la colita, porque Gabriel…

Te dirigís a tu casa. La noche llovida de estrellas se va cubriendo de nubes, pero su carga de lluvias pasa demasiado alto. En el portón te espera la enorme bestia cuadrúpeda, moviendo la cola como atacada por lombrices. La cargás en tus brazos y casi se te cae encima; entrás a la casa. Ña Ana te reprocha la hora de llegada, pero no le hacés caso. Te sentás en el suelo y le das un profundo beso a la perra.

revestirte

de depósito de su apego

falsificarte y amarte sin frenos

porque amar afuera le cuesta

porque desaprendió a amar

¡a correr!

¡a jugar a la pelota!

regalarle esos dos pozos profundos

con aguas-como-calientes

y ese beso,

y esa lengua…

la cadencia de tu respiración dormida lo rescata,

mucho más que el respiro despierto de su madre.

¡a no morirse!

¡a jugar al salvavidas!

mover la cola y correr tras él saltando,

y gemir y aullarle,

a darle esa esperanza…



[1] Ko’ẽju: Momento del amanecer. Aurora, alborada.

[2] ¡No quiero a ese perro en la pieza!

[3] Vaso aparte: Por lo general, los paraguayos están acostumbrados a compartir enseres. Las bebidas alcohólicas se consumen, cuando los grupos no son muy grandes, en un solo vaso. Es posible que esta costumbre esté relacionada con el consumo del tereré, ya que en las rondas de tereré, muchas personas sorben de la misma bombilla y de la misma guampa. Se sirve la cerveza u otras bebidas en otro vaso a personas respetables, a extranjeros (que por lo general desaprueban esta costumbre) y a personas de cuya higiene bucal se desconfía.

[4] Sos puerco vos, eh.

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