Capítulo 13

La calle sin salida daba a mi casa. Salí sin avisar con mi guitarra a cuestas. En el aire flotaba el olor estival de la flor de coco y la noche estaba llovida de estrellas. Caminé un rato al azar por las calles iluminadas hasta que de pronto crucé el umbral de lo pulcro y entré a la oscuridad de una calle periférica –con la que la comisión vecinal había sido totalmente negligente-. Ese lugar era un poco desagradable -el humo de basuras quemadas persistía en el aire-, pero no había cómo decir que no era un respiro.

Había ladeado la iglesia con sigilo, no fuera que me viera alguien; tras cruzar el parque de inmensos yvyra pytã,[1] di con el terraplén que mis pies hacía tiempo no transitaban; ahora, de noche, el terraplén era un tránsito desconocido para mí.

Poca gente parecía estar despierta a esa hora. Las ventanas permanecían cerradas, oscuras. Afiné el paso y seguí, esperanzado algo. Al costado de la tierra roja se levantaban pastizales y algunos arbustos que proyectaban su sombra contra el suelo en multitud de formas que de pronto me causaron impresión. Por aquí se sentía el olor del monte, o un resquicio.

Daba la impresión de que el mismo barrio era muchos, con límites imprecisos. Así lo sentí: Un vecino podía estar en la casa de junto, o a diez cuadras de distancia; quién sabe. Entonces, los barrios también podrían distinguirse unos de otros por la imponencia o humildad de las fachadas, por la lengua hablada por sus habitantes, por la forma de fumar un cigarrillo o el empleo del tiempo libre.

Definitivamente, por aquí las cosas eran distintas. No era la uniformidad de mi barrio, la pulcritud. Ahí era la calle bifurcada que ofrecía la posibilidad de escoger el mal camino.

A la distancia distinguí las risotadas de mis amigos. Entré sin esperar el estrépito de aplausos y chiflidos de bienvenida. Me sacaron la guitarra, me sentaron en una silla de madera. Yo pedí un cigarrillo y el vaso de cerveza me alcanzó y se lo pasé a César, que estaba a mi lado. Todo el pequeño salón, iluminado por un foco de luces amarillas, se encendió de otros resplandores.

Nos conocíamos de niños, desde una tarde de calor insoportable cuando las casas hechas hornos obligaron a la gente a darse cita en la placita para protegerse del calor bajo la sombra de algunos de los pocos árboles del barrio. Yo no era alocado, ni de farras, ni de pernoctadas, pero, agobiado, había salido en busca de las alegrías, que, intuí, estarían por acá. El terraplén total, inconmensurable, empezaba cerca de la casa de María, y más al fondo… empezaban qué cosas.

un alambrado

y unos de un lado

distancia de todo

reclusión

por encima de todos

insaciables

densidades plásticas

que se transforman

para dejarse gotear a profundidades extrañas

para, por lo menos un rato,

ser un poco agua también.

César extendió sus brazos desnudos sobre la mesa del boliche en cuyos grasientos manteles de plástico se mezclaban ceniza de cigarrillos, migajas de pan y cerveza derramada. Sus miembros musculosos fueron motivo de elogios por parte de la moza. Elogios revestidos de burla los de Nelson, que daba brincos y aplaudía; quiso medir su fuerza en una pulseada, y retrocedió ante la sola potencia del apretón de la mano de César. “Ndepo ojopyhápe jarepilláma imbareteha”.[2]

-Yo también quiero probar tu fuerza –dijo Gabriel, que estaba sentado solo, recostado contra la pared del boliche.

-Y ¿cómo querés probar? -le preguntó César, cerrando los puños y endureciendo los brazos curtidos, pero el saludo de una muchacha de remera colorada reventó esa burbuja.

―Hola, muchachos, quería decirles nomás que este domingo es las elecciones hína[3] y que nos voten. Por nuestra lista hína, punta a punta.

Nelson persuadió a la muchacha para que nos comprasen unas cervezas. César aplaudió y silbó festivamente; pero Gabriel, que estaba sentado solo, muy alterado, no bebió de esa botella.

Flores de plástico en un frasco de vidrio lleno de arena. Mantel celeste de plástico floreado. Cuadro con mensaje bíblico. Cuadro con fotografía de niño llorando. Alcancía de cerámica con forma de niño vistiendo remera de Cerro Porteño y pelota. Elefante blanco de porcelana con billete de veinte mil guaraníes. Calendario. Tres acordes para la composición de una canción.



[1] Yvyra-pytã: Peltophorum dubium (Sprengel) Taubert. Árbol de la familia Leguminosae, Mimosoidae. Árbol muy común en parques, calles y avenidas del Paraguay.

[2] Al apretarte la mano ya te das cuenta de que es fuerte.

[3] Hína: Adverbio que indica acción continuada. También se emplea a modo de advertencia, referencia o recordación.

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