Capítulo 20

Miguel vagando insomne por las calles iluminadas, por las calles sombrías. Las casas cierran temprano por acá; el bar del brasileño cerró a las nueve; María, que vive más allá, no tiene cerveza; las despensas están cerradas. Para qué preguntarse desde cuándo si es más que evidente que desde cuándo.

Qué lloroncito Miguel. Pero si de alguna manera son justificables sus quebrantos no alcanza la voluntad para hacerlo.

Qué valle Miguelito. Miguelito de yuyal, de monte, de vidrios rotos en el basural. De películas de mesita y lentes tipo John Lennon; Miguel del que no se espera más qué hacer sino eso porque qué se va a andar pensando en cuándo, si mañana, si de aquí a diez años.

Están en la calle polvorienta. Pegados a los cascos rojos, unas calcomanías geométricas avanzan. La moto frena y los cuatro pies levantan polvo. Pistolas o navajas, esas indagaciones son irrelevantes ahora. Se levantan todos los artilugios, esas cerezas en la torta de cumpleaños de barrio.

Después vendrán las fábulas. Opurahéimi la vála ore akã ári ha ore mbojeroky.[1]

La moto sale disparada con los asaltantes que no tienen más cara que la de los cascos. Pobres ellos también. También infelices esta noche.



[1] Las balas cantaron sobre nuestras cabezas y nos hicieron bailar.

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