Capítulo 33

Eso pasaba cuando me debatía enmarañadamente arrellanado en mi sillón de aspecto desgraciado fumando los pitillos del cenicero, aterrorizado por la Historia y por las execrables responsabilidades que me asqueaban; aquéllas que a veces nos proporcionan cierta falsificada seguridad, cierta ansiedad dignificada que pasa por esperanza para arrastrar con una pesadumbre más tolerable esas piedras del camino, ese sol gris y maloliente del existir; recordaba algún episodio de la niñez, de la adolescencia, o imaginaba el futuro, y nacía el cuento.

Sentado en la tierra roja, apretando fuertemente mis ojos contra mis rodillas. Y si se escuchaban los tacones pesados de las sandalias de mamá, era sentir el sol incinerando mis pulmones, era sentir el gusto acedo de la ceniza que parecía colarse por el filtro; era recordar y sentirse desgraciadamente observado cuando las pasiones más encendidas y violentas por esos ojos que parecían ensanchados, que parecían soles grises, tenebrosos; inquisidores que me relamían la espalda cuando se me reprochaba algo; represores que se incorporaban de pronto en la oscuridad para recriminarme quién sabe qué cosas.

Porque sólo eso parecía redentor. Quizás. Aunque se tratase de otro analgésico, otra pastilla prescripta. Quizás la esperanza fuera otra pastilla más, aunque quién sabe, pero qué importa.

Algo más. Rechazo aquellas conjeturas, porque yo no invento, no soy un engañador. El vicio de exagerar es propio de este cuentero, pero no la mentira.

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