El sol entró a la pieza por la ventana, y despertó a César con un dolor de cabeza. César se sentó al borde de la cama y tosió el polvo que había tragado en la noche anterior. El polvo, mezclado a su saliva, se hizo barro en su boca; César sintió náuseas. Sus ojos se resistían a abrirse, pero las patadas en su estómago eran fuertes; buscó a tientas una toalla para cubrirse, se envolvió con ella sujetándola con las manos a la cintura y se fue a buscar el vómito, de rodillas en el inodoro.
La noche anterior había sido de descontrol. Primero, las ganas de divertirse, o de alegrarse –no sabían bien- sin importar cómo –sin saber bien cómo, porque hacía tiempo que no-: Mucho alcohol. Luego, fue como abrir los brazos para frenar una caída al vacío.
Tenía que llover la noche anterior; pero ya no llovió. El polvo empezó a bailar en torno de los muchachos, y cuando ya nadie tenía dominio sobre sí, los envolvió por completo.
Había qué hacer antes; pero ya no había. La lluvia terminó por ir a limpiar otras caras, y los días siguientes, serían de triste sequía: de tristeza.
Nelson se desata los championes nuevos y los golpea uno contra el otro, crea una nube de polvo que arranca toses a César, a Gabriel y a Miguel. La remera verde de César parece almidonada, y los cabellos de Gabriel están hechos un negro seto, sucio e impenetrable.
El polvo es tedio, y no le espanta el gruñir del amenazo –que es plagueo[1] de vieja, que es rosario-.
Unos hombres hoscos se están emborrachando mientras juegan billar. De vez en cuando, alguno que otro toma a María del brazo, y la obliga a refregarse contra él, apretándola contra su vigoroso regazo y sus vaqueros sucios, como queriendo hacerla bailar.
Miguel, que permanece inmóvil, observa a los hombres jugando billar. Siente miedo y quiere huir. Recuerda las recomendaciones de su madre, de las señoras del rosario. Y sale sin ser notado por sus amigos. Sale para recluirse en la seguridad de la calle limpia e iluminada de su casa.
-Maria, traz uma cerveja pra gente.[2]
Los sábados de noche eran de vino, eran de cerveza; terminaron por ser de caña; las rodillas y las palmas de las manos recorrieron empedrados, recorrieron terraplenes; los jóvenes lomos se acostaron sobre pastos húmedos de rocío, sobre tierra húmeda de orines, y terminaron lomos viejos, tirados en cualquier lugar, los sábados de noche.
César se miró en el espejo y no se encontró; encontró un ojo morado que no conocía, encontró una mueca amarga –sintió el gusto agrio del vómito en su lengua-, encontró sus poros taponados por el polvo, encontró su piel resquebrajada como la tierra seca; sintió algo raro en su cabeza, no encontró su pelo. César aguzó la mirada, se buscó en el espejo. César no encontró su cara.
Volvió a acostarse. Volvió a despertarle el sol, besándole la cara. Se tapó como pudo para escaparse del molesto abrazo, y se destapó tratando de escapar de su sudor que sumado al polvo no le dejaba respirar.
-Empu’ãma chéve, César![3]
Era como si le gritaran al oído. César se contorcía en la cama, aturdido por los bramidos del león; quería que le olvidaran y le dejaran dormir para siempre. Ña Estela llamó a la puerta de su cuarto con insistencia, acabó por llamar a patadas, y César no tuvo más opción que levantarse para evitarse el griterío de la madre. Se fue al baño, donde se dio una ducha, y se tomó cuanta agua pudo para matar la sed que era una esponja en sus adentros.
-Esẽma chéve váñogui, César! Opáta hína la y![4]
-Mba’e piko opáta![5]
―¿Qué me pasó en mi cabeza? ¿Quién me quemó mi cabello?
―No sé, César. Nadie se acuerda de nada.
―¿Y quién me pegó por mi ojo?
―Nadie se acuerda, César. No sé nada.
―¿Y entonces por qué me mirás como si fuera que querés pegarme en el otro ojo?
―No me acuerdo.
este gris cortejo
todas las crispadas manos
sonrisas proxenetas
palmadas desvergonzadas
súplicas
un mal chiste
y resignación ante el pellizco obsceno
Gabriel apenas puede mantener los ojos abiertos, y no puede mantener la boca cerrada. Nelson es pura risa, y cuando se para sobre la destartalada mesa y salpica a César con cerveza, éste finge estar en el arroyo y le prende un zapatazo al monito.
Los hombres se les acercan. Ya no hay tanta risa, hay cierto miedo y hay complacencia. Les dan vuelta y les zarandean, les tienen como marionetas, les tiran… Son como tres botellas girando en la ronda de verdad o consecuencia; tres botellas que tras detenerse, reciben su premio, su castigo, y vuelven a girar… Gabriel se sabe molesto, pero finge estar dormido; Nelson no deja de sonreír; y César está tirado en el suelo con la ropa rota y el pelo chamuscado.
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