En eso de que soy un mentiroso hay mucho de chisme. Estiro el dedo índice y escarbo con premura codiciosa; araño las corazas casposas que mugen espantosamente y trepidan ante la cosquilla del índice, y me voy metiendo, me voy yendo conmigo mismo de mí. Y esas posibilidades inasibles que fuerza mi quietud pusilánime…, esas literaturas; tan vicio de astronauta, lo sé, pero viajo, me mezo en esta hamaca de hilvanes tenues, en esta bocanada de humo que se desvanece cuando mamá me llama “para tomar teté”.[1] “Ya me voy ya”. Pero esperá, que ahora estoy sentado en la tierra roja y aprieto fuertemente los ojos contra mis rodillas. No tardan en aparecer las luciérnagas fosforescentes y luminosas, no tardan en imprimirse en mis ojos y estallar en el culo de una descomunal luciérnaga sideral que se desmiembra en múltiples luciérnagas diminutas; y me aprieto los ojos hasta ver estrellitas. Y las estrellas producen un débil tintineo al chocar unas contra otras, un agudo tintineo, como el de las cajitas de música; como el de la cajita de música rota que todavía chilla en mi mano, esa cajita que se le había perdido a alguien y que yo rescaté del fuego en el basurero lleno de vidrios rotos de todos los colores, verde, rojo, amarillo que también tintineaban cuando uno los pisaba; la cajita que se perdió en aquella casa de machimbres viejos. No sé por qué me pegaron, no sé por qué lloro si no me duele. De pronto las formas que la humedad dibuja en la pared se desfiguran, figuran algo… Me detengo sobre ellas y miro inmóvil: una mosca. Estoy sentado en la letrina y esa mosca se detuvo ahí y no se mueve. “¿Ya hiciste tu tarea? Mirá que la profesora me dijo que vos andás muy desatento en la clase, señorito. Cuidadito con aplazarte… Mirá que tu papá te va a corregir si andás fayuteando”.[2]
Seguramente. Pero ahora es domingo, es domingo de tarde y mañana es lunes.
Cerrar los ojos para entrever cualquier otra cosa y saborearla con delicia; meter el dedo en el agujerito y escarbar con la uña, desgarrar las orillas para que el aluvión se desborde y nos refresque la cara, nos limpie de tanta polvareda reunida y cristalizada en nuestras caras, aunque sea en ese viaje; porque de la lluvia, ch’amigo,[3] nadita de nada. Por ejemplo, mientras César está aquí a mi lado, me pregunto si…, y basta con eso para vivir del otro lado por un instante. Al volver, qué sé yo, alegrías, esperanzas, pero por lo general despecho, desasosiego, pichaduras.[4]